Imagina que el gran misterio de una civilización antigua, encriptado en libros sagrados de corteza de amate, no fue resuelto por un arqueólogo en las junglas de Centroamérica, sino por un soldado ruso desde un frío despacho en Leningrado. Esta es la historia real de Yuri Knórozov, el genio autodidacta que desafió a la academia occidental y nos dio la llave para leer la fascinante escritura maya.
Su obsesión comenzó con un hallazgo fortuito: dos libros que rescató de una biblioteca alemana al final de la Segunda Guerra Mundial, entre los que se encontraban copias de los códices mayas.
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En 1945, Knórozov entró en Berlín como soldado del ejército rojo. Su gran premio no fue un tesoro convencional, sino un libro: “Relación de las cosas de Yucatán”, del fraile español Diego de Landa. Junto con reproducciones de los códices mayas, este manuscrito del siglo XVI, que intentaba (torpemente) documentar el alfabeto maya, se convertiría en su piedra Rosetta. Knórozov, ya interesado en la lingüística, vio lo que otros habían pasado por alto: Landa, sin querer, había registrado sonidos, no solo conceptos.
La creencia occidental era que la escritura maya era meramente simbólica. Knórozov, aplicando teoría lingüística moderna, demostró en su tesis doctoral (1955) que era un sistema logo-silábico. Es decir, cada glifo maya representaba una sílaba (consonante-vocal) que podía combinarse para formar palabras. Su método fue brillantemente lógico:
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A pesar del escepticismo inicial y las barreras políticas de la Guerra Fría, su trabajo se impuso por su rigor. México, la tierra custodia de la gran herencia maya, le otorgó su máximo honor a un extranjero: la Orden del Águila Azteca en 1994. Hoy, un busto suyo reside en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México, y un monumento lo homenajea en Mérida, Yucatán.
Gracias a Yuri Knórozov, lo que eran enigmáticos códices mayas se transformaron en libros abiertos. Podemos ahora escuchar las voces de escribas, sacerdotes y astrónomos mayas, recuperando su historia, sus ritos y su visión del cosmos. Un soldado, dos libros y una mente brillante: la ecuación perfecta para uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes del siglo XX.
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